La caza humana no daba
señales de acabar todavía.
Augusto Roa Bastos
Abrieron fuego contra la ilusión azul del cielo, y detrás de la carcajada de las ráfagas percibieron el estruendo de la víctima al caer abatida; por la conmoción que produjo en el pueblo, supieron que esta vez habían derribado uno grande. Llegaron corriendo y, con asombro e incredulidad, observaron el cuerpo agónico sobre el pavimento.
–No tiene alas –dijeron decepcionados.
A pesar de las evidencias, la sospecha mortal los obligó a encarnizarse con sevicia en el difunto, y le buscaron las señales particulares de la angelidad; lo escarbaron con minuciosa e intensa ansiedad, pero sólo le hallaron la dulce palidez del abismo, el gesto unánime de la muerte y las semillas de la nada recién sembradas en todos los hoyitos de la piel.
No obstante, esperanzados en descubrir la prueba definitiva en algún paisaje secreto del cuerpo, los perros adiestrados le olfatearon el jardín del culo, y la desilusión fue brutal: no olía a paraíso.